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Que el paso de los siglos han dejado felizmente atrás el 'ojo por ojo' es un hecho que nadie discute, aunque no por eso dejan de ser sorprendentes las formas en las que los administradores de las ciudades, y sus correspondientes tribunales, impartían justicia. En ese mapa de los horrores de los siglos XVI, XVII e incluso XVIII, Málaga no fue una excepción. De hecho, aunque los ecos de esos castigos se han ido apagando en favor de condenas mucho más equilibradas, los archivos de la capital conservan las referencias documentadas de aquellos años en los que tomarse la justicia por su mano era casi la única manera de saldar todo tipo de deudas y afrentas.
Así ocurre en el caso del archivo de Narciso Díaz de Escovar, que en su apartado documental cuenta con un epígrafe específico de los 'Ajusticiados en Málaga'. Ahí, el abogado y cronista oficial de la ciudad recoge al detalle el destino de cientos de reos que pagaron con su vida todo tipo de delitos, muchos de ellos relacionados con el hecho de abrazar otra religión que no fuera la católica. Piratas, bandidos, estafadores, asesinos o, en efecto, «cristianos que vendiendo a su religión o a su patria se establecían en tierras de los moros, dejando la religión de sus padres por el culto del falso profeta Mahoma», según se recoge en esas crónicas, eran sometidos al rigor de los tribunales y condenados a la pena capital.
Ahora bien, ¿cómo se ejecutaban aquellos castigos?, ¿en qué punto exacto de la ciudad se encontraba el patíbulo?, ¿qué se hacía después con los restos de los ajusticiados? Algunas de esas respuestas están en los documentos amarilleados por el tiempo que custodia el magnífico archivo, y si no fuera porque queda constancia de ellas por escrito, algunas podrían pasar por descabelladas. Pero el destino de los cinco presos que protagonizan esta historia fue real.
El primero que aparece en las notas de Díaz de Escovar llevaba por nombre Amaro Díaz. Su caso tuvo lugar en septiembre de 1655 y tiene como escenario una escuadra de buques holandeses que surcaba el Mediterráneo y que terminó por apresar a un barco pirata: «En su tripulación encontraron al servicio de los moros a un cristiano llamado Amaro Díaz, que había renegado de su religión (…). Vino la escuadra con sus presos al Puerto de Málaga y aquí debieron ser juzgados los piratas por un Consejo presidido por el Almirante de la escuadra (cuyo nombre se ignora)». La crónica confirma que Díaz fue condenado «a la última pena» y que la sentencia se ejecutó en presencia de los tripulantes, «a bordo del barco en el que estaba cautivo». El autor del manuscrito original agrega que, al llegar a Málaga, «el cadáver del renegado quedó en poder de turbas de muchachos que lo arrastraron por calles y plazas». Del destino de los restos no quedó constancia.
De quien sí se conoce el final y el lugar para el descanso fue de un reo llamado Francisco de Sevilla, en parte porque el suyo fue el primer entierro que asumió la llamada Hermandad de la Caridad. La hermandad era la responsable del Hospital de San Julián, sede actual de la Agrupación de Cofradías de Málaga, y también acudía «con sus auxilios a consolar y enterrar a los que sufren la pena de muerte». Francisco de Sevilla fue el primero al que lograron dar sepultura, el domingo 13 de noviembre de 1695. Aunque no se conoce el delito que cometió, el cronista sugiere que «debió ser grave por la forma en que se ordenó ejecutar la sentencia».
El relato que sigue confirma la severidad del castigo, ocurrido a principios de junio: «Primero fue ahorcado, suponemos que en Puerta del Mar, sitio en que por entonces se llevaban a cabo los ajusticiamientos. Después el cadáver quedó en manos del verdugo, que lo descuartizó y los pedazos los sepultó en el Arroyo del Cuarto, Humilladero, Caleta, junto a la primera fuente; y Huerta del Acibar, cercana a la Victoria (…). Es probable que, como en otras ocasiones, la cabeza, colgada de un garfio, se expusiera en sitio visible. Acaso en el mismo en el que se ahorcó». Hay que tener en cuenta que esta forma de actuar y de mostrar los cuerpos de los condenados no era en absoluto excepcional, ya que las autoridades consideraban que de ese modo la ciudadanía interiorizaba el escarmiento y se abstenía de cometer delitos. En la práctica, sin embargo, muchas de esas exhibiciones se producían en medio del regocijo popular, que llegaba a celebrar las ejecuciones como la única forma de hacer justicia en la ciudad.
Tras la ejecución, la Hermandad de la Caridad se hizo cargo de los restos de Francisco de Sevilla y logró reunir «para su familia y sufragios 355 reales». Además, el Cabildo de la Hermandad acordó «traer solemnemente los huesos o restos del desgraciado y de otros que habían sido enterrados en el campo, para darles cristiana sepultura en los Santos Mártires». El día antes del entierro, añade la crónica, «los restos fueron depositados en la Ermita de Nuestra Señora, que estaba junto a la Puerta de las Atarazanas, mirando al mar (…). Se les colocó en una caja forrada de tela azul, con los escudos de la Hermandad, cuya caja tenía en sus lados asas de hierro para ser llevada con más facilidad». Sonó la música de la Catedral y comenzó el cortejo fúnebre por las calles de Málaga (calle Nueva, plaza Mayor, Santa María, Puerta de las Cadenas, San Agustín, Granada y Santa Lucía) hasta los Santos Mártires, donde Francisco de Sevilla y el resto del grupo encontraron al fin abrigo en la capilla de las Ánimas.
Las otras tres historias de ajusticiamientos en Málaga tienen lugar casi un siglo después, el 6 de julio de 1782, y sus protagonistas fueron tres hombres condenados a muerte «por diferentes delitos». La crónica que recoge Díaz de Escovar se refiere a ellos como «piratas» y antes de entrar de lleno en el castigo dibuja el contexto de la época: «Gran terror había infundido en nuestras costas un barco pirata que durante un tiempo no perdió ocasión de apresar embarcaciones, causar víctimas y hacer daños (…). La vigilancia fue más constante, los barcos de la Marina Real no descansaban y al fin, en 1782, fueron cogidos vivos tres de aquellos piratas y conducidos al Puerto de Málaga. Juzgados por el tribunal competente, fueron sentenciados a la última pena».
El primero de ellos respondía al nombre de Adan Fisson, «nacido en el reino de Dinamarca». De él se decía que era un hombre sanguinario y terrible, con una influencia «avasalladora» sobre sus compañeros. Juan Gormhann se llamaba el segundo y su origen estaba fijado en «América del Norte». El tercero era conocido por Jaime Rod: con ese nombre «había realizado sus crímenes», pero según los documentos de la época «al ser juzgado se supo que el nombre y los apellidos eran falsos y que en realidad se llamaba Cornelio Estorf, siendo su patria Holanda».
Un día antes del ajusticiamiento, se les puso «en capilla». Al considerarlos protestantes, hicieron «abjuración completa de sus errores y proclamaron la fe católica, confesándose con gran edificación y recibiendo el Sacramento de la Eucaristía de manos del respetable sacerdote».
A la mañana siguiente, los tres piratas partieron hacia el patíbulo de Puerta del Mar. Uno de ellos iba «en una borrica» y los otros dos cubrieron a pie el trayecto que separaba la cárcel de la Plaza Mayor (hoy, la plaza de la Constitución) del lugar del suplicio. También en estos tres casos, la Hermandad de la Caridad se haría cargo de los cuerpos, aunque con una diferencia con respecto a las ejecuciones anteriores a 1701: desde ese año, los estatutos de la hermandad determinaron que no estarían presentes en los castigos. La razón hay que buscarla en un ajusticiamiento ese mismo año en Cádiz, cuando en el momento de la horca se rompió la soga y los hermanos de la Caridad recogieron al reo, se lo llevaron al hospital y se negaron a devolverlo a las autoridades. A pesar de que se abrió un proceso contra ellos, no hubo castigo pero sí el acuerdo entre las partes de que, a partir de ese momento, no asistieran a las ejecuciones.
La de los tres piratas se desarrolló tal y como habían dictaminado los tribunales: allí, en las playas cercanas a Puerta del Mar, fueron subiendo uno tras otro al patíbulo. Primero Fisson, luego Gormhann y por último Estorf. Los cadáveres quedaron expuestos a la vista, custodiados por los soldados y, ya sí, por los hermanos de la Caridad. El relato de Díaz de Escovar añade más detalles sobre lo que vino después: «A las cuatro de la tarde volvió el verdugo, desató los fríos cuerpos y les cortó las cabezas, entregando los troncos y las extremidades a la (Hermandad de) la Caridad, según las órdenes que había recibido del alguacil mayor (…)». Las tres cabezas se encerraron en jaulas de hierro y fueron repartidas por varios puntos de la ciudad: una, en las playas de San Andrés, «no lejos del Convento de los Padres Carmelitas» -allí pasaron su última noche el general Torrijos y sus hombres antes de ser ajusticiados en esa misma playa-; otra en la puerta que daba salida al Muelle Viejo y la tercera en las playas de la Caleta, a la vista en el Camino de Vélez Málaga. Allí permanecieron las tres cabezas hasta que la Caridad obtuvo licencia para recogerlas y darles, junto con el resto de los cuerpos, «cristiana sepultura en el Hospital de San Julián, en concreto en la capilla de los ajusticiados, que estaba bajo la advocación del Santo Cristo del Consuelo». Los tres piratas, y otros cientos como ellos, pasarían a formar parte desde entonces de uno los capítulos más oscuros de la historia de la ciudad.
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